jueves, 18 de septiembre de 2008

Pequeño hombre

Título: Pequeño hombre
Autor: Emilio Rojas
Edición: Vigésima sexta
Año: 2007
Editorial: Aspasia
País: México
Páginas: 140




Resumen: Este libro se considera ya un clásico no sólo de la literatura mexicana, también lo es de la internacional, incluso se le compara con obras de Gibrán, Tagore y Saint-Exupèry.En pequeño hombre, se cuentan historias brevísimas para reflexionar sobre la filosofía de vivir. Es un libro para incrementar nuestra autoestima, llegar a nuestras metas, tomar el fracazo como un logro a la experiencia, saber manejar muestras emociones, ser felices con lo que tenemos y no sufrir por lo que nos hace falta...podría seguir citando más cualidades que brinda esta obra, pero eso sería restarles sorpresa a la hora de que leyeran por su cuenta este libro.


Comentario: Buena obra, cuando lo leí por primera vez, me resultó algo extraño; bello, pero extraño y fue entonces cuando al leer el prologo (siempre lo dejo para el final) me di cuenta que Emilio Rojas maneja su estilo entre el poema en prosa y la narración breve o brevísima: los límites entre el cuento y el poema; pocos escritores utilizan este estilo, proviene del oriente y desde ya hace muchos años han dejado de usarlo. Si cualquier escritor se aventura a usarlo, resultaría anticuado e incluso aburrido, pero el autor sabe bien cómo emplear correctamente este género.

¡Viva México!





En este mes patrio, celebrando los 198 años de independencia mexicana, escribo un poema dedicado a nuestra hermosa bandera (la más bonita del mundo según la encuesta electrónica: http://listas.20minutos.es/?do=show&id=17491)

LA BANDERA

Al grave redoblar de los tambores,
marcando el paso con marcial donaire,
la tropa marcha, desplegando, al aire
la enseña nacional de tres colores.
-Mira, madre-, prorrumpe un rapazuelo,
que ciñe diez abriles por guirnalda...
una perla, un rubí y una esmeralda...
¡qué engaste más hermoso bajo el cielo!

-Calla, niño, no sabes lo que dices-
el verde, el blanco, el rojo se han unido
para escuchar la tierra en que has nacido,
donde libres y en paz, somos felices.

-El verde es el laurel de la victoria
El blanco, del honor limpia azucena;
Y el rojo es ¡a! la sangre que en la arena
Regó el martirio y consagro la gloria.

¡Es bandera! ¡Mírala! Confío
En que al seguir su inmaculada huella,
Sabrás luchar y sucumbir por ella:
¡Todo tu corazón dale, hijo mío!

Juan de Dios Peza


Enamórate con Neruda

Título: 20 poemas de amor y una canción desesperada
Autor: Pablo Neruda
Editorial: Losada
Edición:

Año: 1997
Páginas: 115
País: Argentina


Resumen: Poemas hechos para sentir, soñar, disfrutar… y claro; para enamorar.

Comentario: Pablo Neruda es sin duda, uno de los mejores escritores que logran transmitir una pasión devoradora en cada poema suyo. La fuerza de sus palabras provoca toda una serie de sensaciones sublimes, majestuosas y embriagadoras. Esta obra maestra es la responsable de la fama universal del autor, fue escrita en su época de juventud y a pesar de ello, actualmente conserva la frescura y emotividad de entonces.

Encuentros cercanos de tercer tipo

Título: Secuestrados por los ovnis
Autor: Manuel Carballal
Año: 1992
Editorial: Espacio y tiempo
País: España
Páginas: 127

Resumen: El autor muestra una serie de testimonios sobre personas raptadas por seres de otro planeta, los casos en que fueron abducidos fueron de manera individual, como colectiva; los escenarios en que se dieron estos hechos fueron al aire libre (carreteras, sembradíos, montañas, lagos, la calle) y raptos a domicilio (en sus dormitorios). El libro pretende enfocarse en demostrar a la hipnosis como prueba científica que avale los casos aquí escritos.

Comentario: Los ovnis son y serán un tema de mucha polémica. Es muy osado pensar que somos los únicos seres “inteligentes” que existen en toda la galaxia, pero también es muy pretensioso apresurarse a sacar vagas conclusiones sobre la existencia de pequeños hombrecillos verdes realizando experimentos genéticos con nosotros. Las pruebas que presenta este libro sobre testimonios de personas abducidas (secuestradas), son casi en su totalidad por la hipnosis regresiva; recordemos que la mente humana es un rompecabezas tan complejo, que pudiera disfrazar lo real con lo fantasioso, o todo esté planeado, y solo busquen hacerse publicidad, como ocurrió en muchos casos de fraude que relata este libro. La parte reflexiva sobre estos relatos, es la que se cita el viejo argumento de un veterinario en la página 61, donde compara la sensación que presentan las personas después del secuestro con la que siente un pequinés después de visitar al veterinario, con que miedo le describiría a su “hermano” doberman a esos seres extraños vestidos de blanco, que lo colocaron contra su voluntad en una camilla, donde le insertaron un montón de agujas, le sacaron muestras de sangre, piel, etc.; sin saber que era para curarle el moquillo que ya comenzaba a padecer. Curiosamente es lo mismo que hacemos los científicos, tomamos un grupo de animales, los llevamos al laboratorio, tomamos muestras de sangre (si es necesario), lo clasificamos de acuerdo a su nombre científico, lo marcamos (pintar alguna parte de su cuerpo, colocarle algún anillo de color, etc.) y lo liberamos para después seguir su ruta de migración, reproducción, hábitat, etc. Que paradoja ¿no? Aunque no estamos hablando de los derechos de los animales o la ética científica, se me hizo interesante marcar esta observación. De cualquier forma, un rapto es un rapto, el cual deja secuelas desastrosas, peor aún, si es por seres de otra especie, con diferente morfología, lenguaje, costumbres, adelantos científicos, entre otros. No estoy muy convencida sobre la credibilidad de estos hechos, ya que no hay aún pruebas suficientes y eficientes que respalden la teoría del secuestrador alienígena.

¿Mito o realidad? Sin duda, es y seguirá siendo una de las tantas cosas que aún no ha podido dársele una respuesta.

domingo, 7 de septiembre de 2008

El vampiro

Ruedan tus rizos lóbregos y gruesos
por tus cándidas formas como un río,
y esparzo en su raudal crespo y sombrío
las rosas encendidas de mis besos.
En tanto que deshojo los espesos
anillos, siento el roce leve y frío
de tu mano, y un largo calosfrío me recorre y penetra hasta los huesos.

Tus pupilas caóticas y hurañas
destellan cuando escuchas el suspiro
que sale desgarrando mis entrañas.
Y mientras yo agonizo, tú, sedienta,
finges un negro y pertinaz vampiro
que de mi ardiente sangre se alimenta.


Efrén Rebolledo




miércoles, 3 de septiembre de 2008

Arena (Un clásico de ciencia-ficción)


Fredic Brown




Carson abrió los ojos y se halló tirado sobre la arena, mirando hacia arriba a una ondulante semioscuridad azul. Estoy loco, pensó. Loco…o muerto. La arena era de un azul brillante. Y no existía nada parecido a ese tipo de arena en la Tierra ni en ninguno de los planetas.

Tomó un poco de ella y la dejó caer poco a poco sobre su pierna desnuda. ¿Desnuda? Estaba completamente desnudo, y su cuerpo chorreaba sudor. Sólo Mercurio, entre los planetas, tenía una temperatura semejante; pero Mercurio se hallaba a unos 6.000 millones de kilómetros de…

Entonces acudió a su m
ente dónde había estado: en la nave espacial de reconocimiento de una sola plaza, fuera de la órbita de Plutón, explorando a escasos millón y medio de kilómetros a un lado de la armada terrestre, que estaba desplegada en formación de combate para interceptar a los Extraños.

Nadie sabía quiénes eran los Extraños, ni de qué lejana galaxia procedían. Primero fueron los ataques esporádicos sobre las colonias terrestres, que por sí mismos no constituyeron una amenaza demasiado seria. No obstante, la Tierra se preparó para la confrontación decisiva y formó la armada más poderosa de todos los tiempos.

Exploradores situados a 30.000 millones de kilómetros de distancia habían detectado a una poderosa flota de Extraños que se acercaba. Y ahora, la armada terrestre, integrada por 10.000 naves y medio millón de combatientes espaciales, esperaba para interceptarlos y combatir por la última oportunidad de la Tierra.

Ah, sí. Bob Carson lo recordaba. Pero eso no explicaba por qué se hallaba ahora sentado en la caliente arena azul. No veía señales de su nave espacial; ni siquiera indicios del espacio. Esa cosa en forma de domo que estaba encima no era un cielo. Era un hemisferio azul de algo, de unos 250 metros de circunferencia, invertido sobre la extensión de arena azul.

Carson se puso en pie con dificultad. Arena llana, unos cuantos escuálidos matorrales azules en racimos aquí y allá. Por debajo del matorral más cercano corrió un pequeño lagarto de diez patas. Era azul también. Todo era azul, salvo un objeto. Sobre una cercana pared bastante curva se hallaba una esfera roja, de más de un metro de diámetro.

Entonces escuchó una voz dentro de su cabeza.

—En este espacio y tiempo—resonaron las palabras—, me encuentro con dos pueblos a punto de iniciar una guerra que exterminaría a uno de ellos y dejaría al otro tan débil que entraría en decadencia y retornaría al olvido. Esto no debe ocurrir.

— ¿Quién…qué es usted?—la pregunta se formó en el cerebro de Carson.

—Soy el final de la evolución de una raza—dijo la voz—fundida en una entidad única, eterna…una entidad como la que tu primitiva raza puede llegar a ser, al igual que a ser la raza que ustedes llaman los Extraños. Así que intervengo en la batalla que se avecina. Un combate entre fuerzas tan equilibradas que resultará en la destrucción de ambas razas. Así que exterminaré una flota sin que la otra sufra ninguna pérdida. Una de las dos civilizaciones sobrevivirá.

“Desde los confines de la batalla aún no realizada he arrancado a dos individuos, a ti y a un Extraño. Aquí están enfrentados el uno contra el otro, desnudos y desarmados, bajo condiciones igualmente desconocidas y desagradables para ambos. El sobreviviente será el campeón de su raza; esa raza sobrevivirá”.

“Mientras permanezcan en este lugar, el tiempo se detendrá en el universo que conocen. Si mueres aquí, tu fracaso será el final de tu raza”.

La voz se desvaneció.

Al alzar Carson la vista, vio que la esfera roja rodaba hacia él. ¡El Extraño! Por delante le llegaba una paralizante ola de horror, de repulsivo odio. La esfera rodante avanzaba con mucha rapidez, más aprisa de lo que él podía correr. Estaba a diez metros de distancia. A cinco. Y luego se detuvo.

O mejor dicho, fue detenido. Había topado contra una pared invisible, una barrera que parecía correr de lado a lado del hemisferio invertido. El Extraño estaba rodando a lo largo de ella, buscando un resquicio que no existía.

Carson avanzó unos pasos y tocó la barrera. Se sentía como una lámina de caucho reforzada con acero. Se puso de puntillas, alzó el brazo lo más que pudo, pero la barrera también estaba allí. Debe haber alguna forma de que podamos entrar en contacto, pensó, o de lo contrario este duelo no tendría sentido.

Con la criatura detenida justo al otro lado de la barrera, Carson no pudo hallar en ella ninguna señal externa de órganos sensoriales. Pero había una docena de ranuras en su superficie, y vio que de repente salían dos tentáculos de dos de las ranuras. Los apéndices se bifurcaban en la punta, formando dos dedos que terminaban, cada uno, en una garra.

Carson se estremeció al mirarla, tan horriblemente diferente de cualquiera de las formas de vida que se hallaban en la galaxia. Instintivamente comprendió que su mente era tan extraña como su cuerpo. Pensó que quizá poseía poderes telepáticos; había captado una proyección de algo que no era físico cuando se lanzó hacia él unos minutos antes. Tal vez podría leer su mente…Carson tenía que intentarlo.

“¿No podemos tener paz entre nosotros?”, preguntó. “¿Por qué no podemos ponernos de acuerdo: la raza de ustedes en su galaxia y nosotros en la nuestra?”.

Carson puso su mente en blanco a fin de recibir la respuesta. Cuando la percibió, retrocedió varios pasos, horrorizado ante lo profundo e intenso del odio y el ansia de matar que revelaban las imágenes rojas proyectadas sobre él. Su mente se aclaró poco a poco. Estaba respirando con agitación y se sentía débil, pero podía pensar.

“Está bien”, dijo. “Entonces que sea la guerra”. Y, debido a que generalmente era un muchacho tranquilo, no pudo resistir la tentación de ser dramático, así que añadió: “¡A muerte!”.

En ese momento un lagarto salió velozmente de bajo de un matorral. Un tentáculo del Extraño saltó hacia él y lo atrapó. Otro tentáculo comenzó a arrancar las patas del lagarto. El animal se revolvió con desesperación y emitió un agudo chillido. Cuando ya llevaba perdidas la mitad de sus patas, el reptil dejó de chillar y quedó inerte, muerto, en la garra del Extraño que, con desprecio, lo arrojó en dirección a Carson. El lagarto atravesó la barrera y cayó a los pies del terrícola.

¡La barrera ya no estaba! Carson se puso en pie de un salto, con una piedra en la mano. Pero la barrera aún estaba allí. Chocó contra ella y cayó hacia atrás. En el momento en que se levantaba, vio una piedra que venía por los aires hacia él y sintió un repentino dolor agudo en la pantorrilla de su pierna izquierda.

Tiró su piedra, que le pegó al Extraño y le hizo daño evidente. Pero antes de que pudiera lanzar otro proyectil, el enemigo se puso fuera de su alcance.

Se adelantó para estudiar la barrera. Apoyando una mano sobre ella, arrojó arena con la otra mano. La arena pasó, pero no la mano.

¿Materia orgánica contra materia inorgánica? No, porque el lagarto muerto había pasado a través de la barrera, y un lagarto, vivo o muerto, es orgánico. ¿Qué ocurriría con un lagarto vivo? Atrapó uno y lo echó suavemente contra la barrera. El animal rebotó y se alejó corriendo.

La pantalla era una barrera para los seres vivos. Sólo la materia muerta o inorgánica podía cruzarla.

Resuelta esa duda, Carson miró su pierna herida. Un borde dentado de la piedra le había hecho un corte profundo. Debía buscar agua para limpiar la herida. Al pensar en agua se dio cuenta de que tenía mucha sed.
Cojeando levemente, dio una vuelta completa por su mitad de la arena. No había indicios de agua. Si no hallaba alguna forma de matar a su enemigo, la sed acabaría por matarlo a él. Tenía que darse prisa.

De un fragmento de roca de unos 30 centímetros, formó un tosco cuchillo. Y con los zarcillos de un matorral hizo una especie de cinturón con el cual podría impulsar el arma, a fin de que sus manos quedaran libres. Luego amontonó varias piedras que sirvieran de proyectiles.

Un lagarto salió de debajo de un matorral. Carson sonrió y dijo:

— Hola.

El lagarto se arrastró unos pasos hacia él.

— Hola—contestó.

Carson se quedó asombrado por un momento, y luego lanzó una carcajada. ¿Por qué no? ¿Por qué no habría de tener sentido de humor la Entidad que ideó esta pesadilla?

Pero era difícil para él pensar en otra cosa más que en agua. Su garganta ardía. Tenía que hacer algo.

El Extraño estaba haciendo algún artilugio a base de la leña de los matorrales, atada con zarcillos y raíces. Un armazón en forma cuadrada, de algo más de un metro de altura. Parece una catapulta, pensó Carson.

Y tal como se lo había imaginado, el Extraño empezó a levantar una roca de buen tamaño hasta un recipiente en forma de taza. Uno de los tentáculos movió una palanca y la piedra zumbó sobre la cabeza de Carson. Juzgó la distancia que había recorrido y silbó suavemente. Aun retirándose hasta el fondo de su dominio no quedaría fuera de su alcance.

Entonces, una de las piedras enviadas por la catapulta pegó en el montón de piedras que Carson había recogido, y sacó chispas. Chispas. Fuego. El hombre primitivo había hecho fuego provocando chispas, y con algo de aquellos secos, desmenuzables matorrales como yesca…

En pocos minutos Carson logró encender una pequeña fogata. Resultó fácil elaborar las bombas incendiarias: un haz de leña encendida, atado a una piedra pequeña para darle peso, y un lazo de zarcillos para hacerlo girar.

Prendió y arrojó la primera bomba incendiaria. Falló el tiro, y el Extraño inició una rápida retirada, jalando la catapulta tras de sí. Pero Carson tenía otras bombas listas que lanzó en rápida sucesión. La cuarta se incrustó en el armazón y la catapulta se incendió.

El Extraño comenzó a arrancar matorrales para hacer otra.

Carson sabía que nunca sería capaz de hacer una catapulta. No tenía la resistencia necesaria para una tarea que tomaría días. Su rival tenía muchos tentáculos y podía trabajar más de prisa.

¿Una lanza? Bueno, eso sí podía hacerlo. Incluso un arpón. Encontró una roca que tenía la forma tosca de una punta de lanza. Con otra piedra más pequeña comenzó a cincelarla, formando una lengüeta en el extremo. Arrancando los tallos principales de cuatro matorrales, y uniéndolos con zarcillos, logró armar una fuerte vara de 1,25 metros de largo, y ató la cabeza de la piedra en una ranura hecha en un extremo. Con más zarcillos hizo una cuerda de seis metros, ató una de sus puntas a la vara del arpón y la otra alrededor de la muñeca de su brazo derecho.

A estas alturas su pierna se hallaba terriblemente hinchada y el dolor era insoportable. No podía hacer nada para aliviarlo. Nada, excepto morir cuando el veneno se extendiera a través de su organismo.

Y entonces la Tierra sería territorio de esos rojos, rodantes Extraños que desmenuzaban lagartos para divertirse. Comenzó a arrastrarse hacia la barrera.

“Hola”, dijo una voz.
Volvió la cabeza. Era un lagarto. “Hiere…mata. Ven”, dijo. Carson siguió a la pequeña criatura azul a lo largo de la barrera. Entonces vio el lagarto al que el Extraño había arrancado las patas. No estaba muerto. Se retorcía y chillaba agónicamente. Carson sacó del cinturón el cuchillo y acabó su sufrimiento.

De repente tuvo una reacción de negra desesperanza. Envidió al lagarto muerto, que ya no tenía que vivir y sufrir. Advirtió lo delgados que estaban sus brazos. Debió de haber pasado aquí mucho tiempo, varios días, para ponerse tan enjuto. ¿Cuánto calor, dolor y sed podría soportar la carne?

El lagarto que acaba de matar había cruzado la barrera, ¡aún vivo! No estaba muerto, sino sólo inconsciente.

La barrera, entonces, no era un obstáculo para la materia viva, sino para el conocimiento. Era una proyección mental, un riesgo mental.

Tomando una roca, subió a un montículo de arena y se apoyó contra la barrera. Revisó el cuchillo y el arpón. Luego, con la mano derecha, alzó la roca para golpearse en la cabeza. El golpe debería ser lo suficientemente fuerte para hacerle perder el sentido, a fin de rodar a través de la barrera, pero no demasiado fuerte para estar sin conocimiento por mucho tiempo.

El Extraño seguía trabajando en la nueva catapulta. Bob Carson se golpeó…

Un dolor repentino, agudo, en la cadera, le hizo recobrar el sentido. ¡Había atravesado la barrera! El dolor fue causado por una piedra que el Extraño lanzó para ver si estaba vivo o muerto. Carson permaneció inmóvil, pero abrió los ojos imperceptiblemente.

Mantuvo la mente en blanco todo lo que pudo, a fin de evitar que la habilidad telepática de su adversario detectara su estado consciente. El impacto de los pensamientos de él era casi demoledor. La mente de una araña hubiera sido algo familiar, sencillo, comparada con esto. La Entidad tenía razón: se trataba del Hombre o del Extraño. Estaban tan lejos el uno del otro como Dios del diablo; el universo no podía albergar a ambos.
El Extraño se aproximaba más. Y más. Cuando estuvo a un escaso metro de distancia, Carson se incorporó y lanzó el arpón con todas las fuerzas que le quedaban. Profundamente herida, la esfera rodante se alejó. Carson se arrastró hacia ella, una mano sobre la otra, agarrándose a la cuerda.

Los tentáculos se retorcían, tratando en vano de arrancarse el arpón. Luego, la criatura rodó hacia Carson, atacando con las garras de los tentáculos. Él se enfrentó al enemigo cuchillo en mano. Apuñaló una y otra vez, mientras las horribles garras rasgaban la piel y la carne de su cuerpo. Lo acuchilló, y a fin el Extraño quedó inmóvil.

Cuando Carson abrió los ojos, se hallaba sujeto con correas al asiento de su nave de exploración. En la pantalla apareció el rostro de Brander, capitán del Magallanes, la nave rectora de su grupo de vehículos espaciales. “Regresen”, exclamó en tono triunfal. “La batalla ha concluido. ¡Hemos ganado!”.

Lentamente, Carson puso los controles automáticos para el retorno y se dirigió a la parte posterior para beber del tanque de agua fría. Tenía una sed indescriptible.

¿Había ocurrido? Se levantó la pernera del pantalón. Tenía una larga herida blanca ya cicatrizada en su pantorrilla. Su pecho y abdomen estaban surcados de cicatrices. Había ocurrido.

Al regresar a la nave rectora, se dirigió a la oficina de Brander.

— Hola, Carson—le dijo Brander—. ¡Qué espectáculo! Disparamos una carga a la flota de los Extraños y los proyectiles saltaron de nave a nave, ¡incluso a aquellas que estaban fuera de nuestro alcance! La flota entera se desintegró ante nuestros ojos. ¡Caray, hombre, fue de lo más emocionante! Lástima que te lo perdieras.

Se las arregló para mostrar una leve sonrisa.

— Sí, señor—contestó. El sentido común le indicó que lo tildarían para siempre como el mayor embustero del espacio si decía algo más que eso—. Sí, señor, lástima que me lo perdí.






Condensado del cuento arena. 1944 por publicaciones Street Smith. INC. Renovado en 1972 por Fredic Brown. Tomado de Selecciones Reader’s Digest, julio 1982, pp. 88-95.

martes, 2 de septiembre de 2008

Una nueva vida

En un silencio
que me sabrá a ternura,
durante nueve lunas
crecerá tu cintura;
y en el mes de la siega
tendrás color de espiga,
vestirás simplemente
y andarás con fatiga.

Y un día, un dulce día,
con manso sufrimiento
te romperás cargada
como una rama al viento.

Y será el recocijo.

De besante las manos
y de hallas en el hijo
tu misma frente simple,
tu boca, tu mirada,
y un poco de mis ojos,
un poco casi nada…

Anónimo

El reproche

Entre los temblorosos cocoteros
sollozaba la brisa; y en la rada,
del ocaso los rayos postrimeros
eran como una inmensa llamarada.

Al oír mi reproche
se apagaron en llanto sus sonrojos,
y fue cual pincelada de la noche
el cerco de violetas de sus ojos.

Y al confesar su culpa
su voz era sollozo de agonía,
y la blancura de su tez fingía
del coco tropical la nívea pulpa.


Ismael Enrique Arciniegas