
sollozaba la brisa; y en la rada,
del ocaso los rayos postrimeros
eran como una inmensa llamarada.
Al oír mi reproche
se apagaron en llanto sus sonrojos,
y fue cual pincelada de la noche
el cerco de violetas de sus ojos.
Y al confesar su culpa
su voz era sollozo de agonía,
y la blancura de su tez fingía
del coco tropical la nívea pulpa.
Ismael Enrique Arciniegas
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