
Fernando Briseño Martínez
Ilustraciones Luis Montiel
Ocho y cuarto. Belisario va de camino al trabajo, como siempre a esa hora. La vida no es fácil para él: siempre son tres horas de camino y, por si fuera poco, en transporte público. Los malos olores, la gente descortés, la aglomeración, el ruido. Pero lo peor son las tres horas que hay que soportar todo eso. Así, con los años, poco a poco va mermando su casi inquebrantable paciencia. Sin embargo, últimamente ha tenido razones más que suficientes para aprender a tener paciencia.
Si pudiéramos verlo notaríamos que va incómodo, algo inclinado, aferrándose al tubo más cercano con una mano tensa y con la otra sujetando los folios de un largo texto. “La novela más maravillosa jamás escrita”, dirían algunos. “Destinada a ser un clásico”, dirían otros. Y sí: desde las aventuras de Odiseo, pocos relatos han sido capaces de inflamar los corazones de los lectores con peripecias, vueltas del destino y sufrimiento del héroe hasta esta novela, manuscrita apenas, pero definitivamente aprobada para su impresión y comercialización, o eso dice la carta que lleva Belisario en el bolsillo.
Un antebrazo—ya con algunas manchas—y la piel floja de quien tiene más experiencia que voluntad, nos deja ver un reloj fino, bañado en oro, con manecillas azules, que dicen exactamente lo mismo que el reloj digital que está suspendido en la pared: ocho y cuarto. Él va con la boca cerrada, en un silencio propio de quienes viajan solos en el transporte. Pero hay algo anormal en el silencio.
Si pudiéramos verlo notaríamos que va incómodo, algo inclinado, aferrándose al tubo más cercano con una mano tensa y con la otra sujetando los folios de un largo texto. “La novela más maravillosa jamás escrita”, dirían algunos. “Destinada a ser un clásico”, dirían otros. Y sí: desde las aventuras de Odiseo, pocos relatos han sido capaces de inflamar los corazones de los lectores con peripecias, vueltas del destino y sufrimiento del héroe hasta esta novela, manuscrita apenas, pero definitivamente aprobada para su impresión y comercialización, o eso dice la carta que lleva Belisario en el bolsillo.
Un antebrazo—ya con algunas manchas—y la piel floja de quien tiene más experiencia que voluntad, nos deja ver un reloj fino, bañado en oro, con manecillas azules, que dicen exactamente lo mismo que el reloj digital que está suspendido en la pared: ocho y cuarto. Él va con la boca cerrada, en un silencio propio de quienes viajan solos en el transporte. Pero hay algo anormal en el silencio.

Un semblante que refleja dureza, una mirada con un dejo de sorpresa…una pipa que se tambalea en los labios, a punto de caerse, todavía con las sobras de tabaco que pacientemente colocó la noche anterior. Sus mejillas se ven limpias, resultado de un rasurado perfecto, pero su pelo algo encanecido parece volar un poco, como si el viento lo moviera. Ocho y cuarto.
¿En qué piensa? En este instante es incapaz de creer que sucede lo que vive, aunque tiene muy en cuenta dos elementos: la luz roja, el hecho de que son las ocho y cuarto, con veinticinco centésimas de segundo, para ser exactos. Él está en un cuarto de piso pulido y con trama de soles, astronaves y estrellas, una lámpara que emite una pálida luz verde (le recuerda su casa de niño, siempre estaba llena de plantas). La ventana está cerrada y oculta detrás de una cortina de metal brillante. Lástima, por esta zona hay una bonita vista.
Las personas que comparten el transporte con él también tienen posturas incómodas y la sorpresa es el denominador común en sus expresiones. Algunos miran hacia arriba, otros hacia la ventana que no deja ver nada y tal vez por eso no es una ventana, pero uno ya lleva una lágrima en la mejilla. Todos en silencio. Todos preocupados.

Aunque tal vez la preocupación verdadera de Belisario es que está a veinte centímetros del suelo, lo que significa que ha habido una falla en la gravedad artificial de su nave tras el último salto antes de llegar al planeta donde él trabaja...y es posible que le preocupe aún más el hecho de que ese reloj diga que son las ocho y cuarto. Las ocho y cuarto del 6 de diciembre de 2170.
Que el reloj indique la hora de un día a siglos de distancia de nosotros no es el problema, pero sí lo es que haya marcado la misma durante los últimos millones de años. O que él lleve el mismo tiempo cayendo al suelo. Ahora comprendemos su soledad cósmica: millones de años han pasado desde que murieron sus familiares, millones desde que desapareció la humanidad, desde que nuestro Sol consumió su hidrógeno. Incluso desde que existió una conciencia en el universo. Tan alejado de todo, incluso del tiempo. Un instante dura toda la eternidad.
Ahora sabemos que lo preocupante, lo pavorosamente perturbador, es que lo que hay detrás de esa ventana es algo que ningún ser humano podría presenciar, pues nos es vedado ver el indescriptible paisaje de un hoyo negro.
Si pudiéramos estar ahí, contemplándolos, nos preguntaríamos si son conscientes de todo el tiempo que ha pasado, si se han vuelto locos por esto, o si lograron resignarse a contemplar la misma cabina desde la misma posición mientras la historia se convertía en verdaderamente universal, se formaban y caían imperios galácticos y las corrientes de la historia se avivaban, avanzaban, retrocedían, pero, como todo, al final del tiempo. O tal vez apenas han pasado dos segundos para Belisario y los otros.
Briseño Martínez Fernando. “El reloj marca las 8:15”. Revista ¿Cómo ves?, año 8, no. 85, diciembre 2005, pp. 32-33.
NOTA: Cuento ganador del concurso “Cuentos de Ciencia Ficción, Año Internacional de la Física 2005” en la categoría de jóvenes escritores. Este concurso fue organizado por la UNAM.
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