viernes, 15 de agosto de 2008

Jamás la olvidaré



Ray Bradbury

Era una pareja extraordinaria, atrapa en un mundo ordinario, donde los convencionalismos sociales importan más que el encuentro de dos almas gemelas.




Cuando Ann Taylor llegó a trabajar a la escuela de Green Town, el verano en que cumplía veinticuatro años, Bob Spaulding iba a cumplir catorce. Era una de esas maestras a la que todos los niños deseaban llevarle de regalo naranjas enormes o flores rosadas. La veían siempre pasar por la calle los días en que la sombra era verde bajo los túneles que formaban las frondas de los robles y los olmos. Como esos lozanos duraznos del estío entre las nieves del invierno, y como la leche fresca para el cereal del desayuno en una cálida mañana de principios de junio. Y los raros días del año en que el clima estaba en perfecto equilibrio, tan serenos cual hoja atrapada entre leves vientos que soplan con benevolencia, eran días como Ann Taylor, y en el calendario debieron haberse llamado como ella.

Bob Spaulding, por su parte, era el muchacho solitario que paseaba por el pueblo en cualquier atardecer de octubre, seguido por un remolino de hojas, tal como una horda de ratones de otoño. O se le podía ver, como un lento pez blanco, en las revueltas aguas oscuras del riachuelo, u oír su voz en aquellas copas de los árboles donde el viento dialogaba con las frondas, y allí acudía, solo, a contemplar el mundo.

Aquella primera mañana que la señorita Ann Taylor entró y escribió su propio nombre en el pizarrón, el aula pareció inundarse de luz, de pronto, como si le hubiesen quitado el techo. Bob escondía en la mano una pelota de papel con intención de arrojarla, pero la dejó caer al piso. Terminada la clase, Bob Spaulding consiguió un cubo de agua y un trapo, y empezó a lavar el pizarrón.

— ¿Qué haces?—le preguntó la maestra, levantando la vista desde su escritorio, donde estaba corrigiendo unos ejercicios de gramática.
— El pizarrón está un poco sucio. Supongo que debí pedirle permiso-musitó el chico, sin acertar a completar la frase.
— Bueno, supongamos que lo pediste—contestó Ann, sonriendo, y mientras ella sonreía, el muchacho terminó a toda velocidad la limpieza del pizarrón e hizo chocar entre sí los borradores tan furiosamente, que el aire pareció de pronto llenarse de nieve.

A la mañana siguiente, Bob apareció por casualidad frente al lugar en que se alojaba la maestra, en el momento en que salía rumbo a la escuela.

— Pues…¡Hola!, aquí estoy—fue el saludo del adolescente.
— ¿Sabes qué? No me sorprende verte.
— ¿Puedo llevarle sus libros?
— Sí, gracias, Bob.

Caminaron juntos unos cuantos minutos. Ella vio de reojo lo tranquilo que él se mostraba, lo feliz que parecía. Al llegar a las inmediaciones de la escuela, Bob propuso:

— Más vale que la deje aquí. Los muchachos no lo entenderían.
— Bueno…creo que yo tampoco lo entiendo—respondió la señorita Taylor.
— ¡Vaya, somos amigos!—agregó Bob, muy serio, como si fuera lo más natural del mundo.

La maestra empezó a decir:

— Bob—pero se interrumpió—: No…nada—y se alejó.

Y allí estuvo el muchacho en clase, y después de clases, las dos semanas siguientes, siempre sin decir palabra, limpiando el pizarrón mientras ella trabajaba. Y allí estaban el silencio del sol poniente en el cielo lento, y el leve ruido de los papeles y el rasgueo de la pluma. En ocasiones el silencio se prolongaba casi hasta las 5, cuando la señorita Taylor levantaba la vista y lo veía en el último asiento, contemplándola en silencio, esperando.

— Bueno, es hora de ir a casa—anunciaba la maestra.

Entonces, el chico iba corriendo por el sombrero y el abrigo de la joven. Caminaban lado a lado por el patio desierto y hablaban de todo el habido y por haber.

Por ejemplo:

— Bob, ¿a qué piensas dedicarte cuando seas mayor?
— Seré escritor.
— ¡Ah! ¡Ese es un sueño muy alto!
— Sí, lo sé. Pero voy a intentar realizarlo. He leído mucho, y…

Se quedó pensativo un momento, y luego le preguntó:
— ¿Podría hacerme un favor, señorita Taylor?
— Depende…
— Todos los sábados paseo por el río, hasta el lago. Hay allí muchas mariposas y cangrejos. ¿Le gustaría ir conmigo?
— No; no podré ir. Tengo que hacer…
El chico estuvo a punto de preguntarle qué, más no se atrevió.
— Llevo emparedados de jamón y pepinillos y refrescos, y regreso a casa alrededor de las 3. Me gustaría que usted fuera allí conmigo este sábado.
— No, Bob; gracias. Quizá en otra ocasión.
— No debí pedírselo, ¿verdad?
— Tienes todo el derecho a pedirme lo que quieras.

Pocos días después, la joven le dio un ejemplar de Grandes esperanzas, de Charles Dickens. Él pasó toda la noche leyéndolo, y a la mañana siguiente comentaron la obra.

Cada día, Bob esperaba a la maestra. Muchas veces, la señorita Taylor estuvo a punto de ordenarle que ya no fuera a esperarla, pero no tuvo el valor de hacerlo.

Hablaban de Dickens, de Kipling y de Poe, camino de la escuela y de regreso. Pero le era imposible interrogarlo en el aula. Vacilaba y pronunciaba otro nombre. Tampoco le dirigía la mirada cuando caminaban. Pero varios atardeceres, mientras él movía los brazos ante el pizarrón, borrando los símbolos aritméticos, la maestra, inadvertidamente, lo contemplaba breves segundos.
Luego, un sábado por la mañana, Bob se hallaba en mitad del arroyo, con el pantalón remangado hasta las rodillas, inclinándose para atrapar un cangrejo, cuando alzó la vista y la vio.

— Bueno, aquí estoy—dijo Ann, riendo.
— ¿Sabe qué? No me sorprende…
— Enséñame los cangrejos y las mariposas.

Bajaron hacia el lago y se sentaron en la arena, mientras una brisa tibia soplaba suavemente, agitando los cabellos de ella y su blusa; el muchacho se acomodó a unos cuantos metros y comieron los bocadillos de jamón y pepinillos y bebieron en actitud solemne el refresco de naranja.

— Nunca pensé que vendría a un día de campo como este…
— ¿…con un muchacho de mi edad?
Hablaron muy poco el resto del paseo.
— Todo esto está mal—comentó el chico poco después—. Y no entiendo por qué. Sólo caminamos juntos y atrapamos mariposas y cangrejos. Pero mis padres se burlarían de mí si se enteraran, y los muchachos también. Y los otros maestros se reirían de usted, ¿verdad?
— Creo que sí. No me explico exactamente por qué vine.
Y eso fue todo lo que hubo en la reunión de la señorita Ann Taylor y Bob Spaulding: dos o tres mariposas monarca, un libro de Dickens, doce cangrejos, cuatro emparedados y dos refrescos de naranja.

El lunes siguiente, aunque esperó largo rato, Bob no la acompañó a la escuela. Ella se le había adelantado. Aquel día, por la tarde, la maestra se ausentó más temprano, pues le dolió la cabeza.

Pero al día siguiente, después de clases, volvieron a encontrarse en el aula silenciosa: él lavando el pizarrón apaciblemente, y ella afanada con sus papeles, cuando de pronto el reloj del tribunal dio las 5. Su gran clamor de bronce hacía estremecer a quienes lo oían, y todo el mundo sentía haber envejecido en un minuto. La señorita Taylor dejó la pluma en el escritorio y dijo:

— Bob, ven aquí.
— Sí, señorita—el muchacho dejó el borrador y se le acercó.

Ann lo miró fijamente hasta que él apartó la mirada de ella.

— Bob, no sé si sepas de qué quiero hablar contigo.
— Sí—repuso el discípulo, luego de breve reflexión—: acerca de nosotros.
— ¿Cuántos años tienes, Bob?
— Voy a cumplir catorce.
— ¿Sabes cuántos tengo yo?
— Sí, señorita Taylor: he oído decir que tiene usted veinticuatro. Yo tendré veinticuatro dentro de diez. A veces, me siento como de veinticuatro.
— Sí; y a veces actúas como si los tuvieras.
— ¿De veras?
— Ahora, siéntate y escúchame. Es muy importante que entendamos lo que está ocurriendo. Primero, reconozcamos que somos los mejores amigos del mundo. Nunca he tenido un alumno como tú, ni jamás he sentido tanto afecto por ningún muchacho.
Se ruborizó al oír esto. Ella continuó:
— Y déjame hablar por ti: me consideras la maestra más simpática que hayas tenido.
— ¡Ah! Más que eso…
— Quizá más que eso. Pero hay hechos a los que debemos enfrentarnos: el pueblo y su gente, y tú y yo. He pensado mucho en esto, Bob. No creas que no sé lo que siento. En ciertas circunstancias, nuestra amistad sería extraña. Pero tú no eres un muchacho común, y sé que yo no estoy enferma, ni mental ni físicamente; que lo ocurrido aquí se debe a una justa apreciación de tu carácter y de tu bondad. Pero estas cosas no ocurren en este mundo, a menos que se refieran a un hombre de cierta edad. No sé si estoy expresándome bien.
— Si yo tuviera diez años más y cuarenta centímetros más de estatura, todo sería distinto.
— Ya sé que todo parece tonto. Te sientes ya mayor, actúas con rectitud y no tienes nada de que avergonzarte. Quizá llegue el día en que la gente juzgue a la persona por su intelecto, tan bien que diga: “Este es un hombre, aunque su cuerpo sólo tiene trece años, y como todo un hombre, conoce sus responsabilidades”. Pero, hasta entonces, hemos de seguir viviendo según las edades y estaturas, en un mundo ordinario.
— Eso no me gusta nada.
— Tal vez tampoco a mí, pero de verdad no hay nada que podamos hacer al respecto.
— Sí; ya lo sé.
— Debemos decidir qué hacer. Puedo solicitar que me cambien de esta escuela a otra…
— No es necesario que lo haga. Pronto nos mudaremos. Mi familia y yo iremos a vivir a otra parte.
— No tendrá que ver con todo esto, ¿verdad?
— No; no. Mi padre tiene un nuevo empleo allá. Queda sólo a unos ochenta kilómetros de aquí. ¿Me permite visitarla cuando venga al pueblo?
— ¿Crees que sería conveniente?
— No; supongo que no—concluyó él.
Siguieron sentados un rato, en aquella aula silenciosa.
— ¿Cuándo pasó todo esto?—preguntó el muchacho, en tono desconsolado.
— No lo sé. Nadie puede saberlo. Nadie lo ha sabido desde hace miles de años. A veces ocurre que dos personas se gustan, aunque no debieran gustarse. No podría explicarlo.
Por último añadió:
— No olvides lo que te voy a decir. En este momento no te sientes bien, y yo tampoco. Pero con el tiempo sucederá algo que nos consolará. ¿De acuerdo?
— Me gustaría creerlo…Y… ¿si me esperara usted?—musitó.
— ¿Diez años?
— Para entonces, ya tendré veinticuatro.
— Sí; pero yo tendré 34, y tal vez seré una persona muy diferente. No; no puede ser…
Bob permaneció sentado, en silencio, un largo rato; luego sentenció:
— Jamás la olvidaré.
— Sí; me olvidarás.
— Encontraré la manera de recordarla siempre—concluyó el adolescente.
La maestra se levantó y fue a borrar el pizarrón.
— Permítame ayudarla.
— No; no—protestó Ann con firmeza—. ¡Vete a casa!

El muchacho salió de la escuela. Mirando hacia atrás, vio por la ventana a la señorita Taylor borrar lentamente el pizarrón.

A la semana él se mudó, y estuvo lejos del pueblo dieciséis años. Aunque sólo distaba ochenta kilómetros de allí, jamás volvió hasta que tuvo treinta años y ya estaba casado. Un día de primavera, Bob y su esposa pasaron en auto por el pueblo camino a otra ciudad, y se detuvieron a descansar un día.

Bob instaló a su mujer en el hotel, vagabundeó por el pueblo y, por último, preguntó por la señorita Ann Taylor.

— ¡Ah, sí! La maestra bonita. Murió en 1936, no mucho después de que tú te fuiste.
— ¿Sabe usted si se casó?
—No, no; recuerdo que murió soltera.
Bob se dirigió al cementerio y encontró su tumba, en cuya lápida leyó: “Ann Taylor. Nació en 1910. Falleció en 1936”. Y pensó: veintiséis años de edad. ¡Vaya! Ahora tengo cuatro años más que usted, señorita Taylor.

Más tarde, aquel mismo día, los pueblerinos vieron a la esposa de Bob caminar por las calles para reunirse con él bajo los olmos y los robles. Era una mujer como los más lozanos duraznos del estío entre las nieves del invierno; como leche fresca para el cereal del desayuno en una cálida mañana del principios del verano. Y fue uno de los raros días en que el clima estuvo equilibrado como una hoja entre gratos vientos que soplan con benevolencia; uno de esos días que deberían llamarse—todos estuvieron de acuerdo—como la esposa de Robert Spaulding.

5 comentarios:

Rafael Álvarez dijo...

Leí este cuento en 1984 y luego perdí la revista, pero ¡jamás lo olvidé! Gracias por devolvermelo.

MAX TANNERT LEÓN dijo...

VERDADERAMENTE HERMOSO. GRACIAS DE TODO CORAZÓN

Mario dijo...

Me paso lo mismo perdi la revista lo lei hace muchos años muchas gracia por subirlos porque siempre intente encontarlo

Anónimo dijo...

Excelente historia tengo la original de Selecciones.

Anónimo dijo...

Hermosa historia